Si solo tuviera una hora en Nueva York… subiría al Top of The Rock

La Gran Manzana es infinita. Uno puede estar días, semanas o años y nunca se agotará, pero… ¿y si solo tuviéramos una hora en Nueva York? Una parada exprés de crucero, una escala en un vuelo, una visita relámpago en medio de reuniones de trabajo. Yo no lo dudaría. Suban al Top of The Rock.

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En medio del bosque de rascacielos que salpica la isla de Manhattan, en el corazón del Midtown, nada más superar la gran crisis del 29 el señor John D. Rockefeller decidió construir un complejo de edificios con la inmensa fortuna que estaba amasando gracias al petróleo. Se llamó Rockefeller Center para que nadie olvidase quién lo había promovido, su fruto permanece hoy en día ocupado por oficinas, estudios de televisión o el Radio City Music Hall y la joya destacada entre todos ellos es ahora llamado 30 Rockefeller Plaza.

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Antes fue el Comcast Building  o también el General Electric Building, pero en esencia es el mismo. Un edificio Art Decó, a los pies de la Quinta Avenida y junto a la Catedral de San Patricio, cuyo perfil transmite algo inquietante y magnético.

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A él se accede por la gran plaza donde en invierno se monta una pista de patinaje y durante su construcción, en 1933, fue cuando se tomó la archifamosa imagen de los obreros almorzando sentados en una viga. Es historia de la fotografía:

Son interesantes la entrada y el vestíbulo, verdaderas obras de arte, aunque lo mejor es la experiencia que ofrece su azotea, en la planta 70, a más de 250 metros de altura. El bautizado como  Top of The Rock es el mejor balcón de Nueva York, y eso es mucho decir, porque su gran ventaja es la vista absolutamente privilegiada sobre el Empire State y Central Park. Cuesta 36 dólares por persona y recientemente han puesto un suplemento de 5 dólares para acceder en la hora del anochecer. No os lo penséis. No es dinero para lo que puede contemplarse ahí arriba y es mejor llevar hora reservada con antelación.

La visita arranca con un breve vídeo sobre la historia del edificio y del complejo Rockefeller en general, con alguna maqueta y el posado turístico a imitación de la foto de los obreros. Y cuando llegas a la cima, tras una subida meteórica en ascensor que tapona los oídos, es imposible no quedarse boquiabierto:

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Hay dos niveles de observación, uno con mamparas de cristal que protegen los días de viento porque en la cima sopla de lo lindo, y el superior totalmente exento, sin nada que impida disfrutar de una de las grandes maravillas construidas por el hombre. La ciudad del pasado, del presente y del futuro, la que lleva siglo y medio atrapando a los que la visitan.

No sabe uno hacia dónde mirar, con decenas de edificios espectaculares a sus pies, a la altura de los ojos o en el horizonte. Y tampoco puede dejar de escuchar el rugido de la bestia, el rumor de las climatizaciones, del tráfico y los cláxones que suben desde el asfalto y que te recuerdan que estás en medio del latido de una urbe apasionante.

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He subido tres veces a esa terraza panorámica y volveré a hacerlo. Uno se apoya en la barandilla o en el muro de piedra y solo observa. Escucha el ruido del obturador del enjambre de cámaras que tiene alrededor y graba en la retina lo que tiene ante sus ojos. Si podéis hacerlo mientras cae la tarde, no lo dudéis. Veréis como el animal de hormigón, acero y cristal va cambiando de color y se encienden miles de escamas dando la bienvenida a la noche.

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La vista hacia el sur pone a tiro de piedra las antenas multicolor del Bank of América que coronan Bryant Park, el Empire coronado como el edificio más famoso del mundo, el Chrysler Building y su precioso remate afilado, y al fondo el Downtown con el One World Trade Center, heredero de las Torres Gemelas, como guinda de un pastel arquitectónico que nunca empacha.

Hacia el norte el panorama no se queda atrás. Central Park, el gran pulmón verde, se divisa a la perfección con sus lagos, sus praderas y sus campos de béisbol recortados por las siluetas de otros cuantos rascacielos. En esa zona, además, se está concentrando en los últimos años una gran actividad inmobiliaria que provoca el surgimiento repentino de enormidades.

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Hay miles de detalles para recordar. Colores y formas. Cúpulas, puentes como el Verrazano o el Washington Bridge, el East River a un lado, el Hudson al otro. Un mapa completo de 360 grados desplegado ante nosotros.

Pasan los minutos y nadie quiere irse. Entra para protegerse un poco del viento y vuelve a salir, atrapado por el magnetismo de lo que tiene ahí fuera, porque nunca ha visto nada igual y porque será difícil que vuelva a verlo. Puedes subir más alto, al Empire State o al nuevo mirador del One World Trace Center, pero no es lo mismo.

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La música y la luz de Times Square asciende también hasta el TOR y recuerdan que abajo está el bullicio, la prisa, la sangre corriendo por las arterias de la ciudad. Arriba, mientras tanto, puede disfrutarse la calma, el espectáculo de la naturaleza despidiendo el día con los inmensos New Jersey, Brooklyn o Harlem como lejanos decorados de fondo.

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Suban. Suban al 30 Rockefeller Plaza, mejor en un atardecer despejado. Pero si no es posible, en cualquier otro momento. Y respiren, disfruten y paren durante un buen rato. Solo necesitan una hora. Y nunca lo olvidarán

 

BONUS: Junto al Rockefeller Center se encuentra la catedral de San Patricio, una joya neogótica que destacaría por sí sola en cualquier otra ciudad y, si la visita coincide con la Navidad, a los pies del edificio principal colocan el árbol más grande del mundo. El remate perfecto para el entorno.

 

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