Neuschwanstein, el castillo de cuento de un rey no tan loco

Después de pasar un día en Múnich comenzábamos nuestra ruta por Alemania y Austria que nos llevaría hasta Viena y los días en la carretera arrancaban con uno de los platos fuertes del viaje: Neuschwanstein. Este maravilloso edificio, que es más un palacete que una fortaleza, había sido el gran culpable de que lleváramos varios años pensando en Baviera y por fin esa mañana íbamos a verlo con nuestros propios ojos.

El conocido como ‘Castillo del Rey Loco’ es uno de los puntos más fotografiados de Alemania (en dura pugna con la Puerta de Brandenburgo berlinesa) y es un auténtico lugar de cuento. En él se inspiró Walt Disney para sus castillos de princesas y atrae cada año a 1,4 millones de personas, cautivadas por su leyenda y su belleza. ¿Qué implica eso?: masificación. Esa muchedumbre pasando día tras día por habitaciones que fueron concebidas para unos pocos huéspedes genera problemas de conservación y a lo largo de 2018 están previstos diversos trabajos de conservación.

Neuschwanstein, que se traduce como ‘La nueva piedra del cisne‘, es tan turístico que tiene gente y colas buena parte del año, así que es MUY ACONSEJABLE reservar la entrada con antelación, sobre todo si vais en verano (cuesta 13 euros). La web general está en español y la de venta de entradas en inglés, y aunque hay que pagar un pequeño suplemento como casi siempre que se hacen este tipo de compras por internet merece mucho la pena para tener asegurado el día y la hora de la visita y evitar sorpresas. Solo faltaría llegar hasta este lugar en medio de las montañas y quedarse sin poder entrar…

El castillo está ubicado en la localidad de Füssen, a 110 kilómetros al sureste de Múnich y se tarda en llegar hasta él alrededor de 1 hora y 45 minutos. Se puede dar un pequeño rodeo por una autopista o utilizar carreteras comarcares que cruzan por pueblos pintorescos.

Nosotros íbamos en coche de alquiler, de la empresa Europcar, que cogimos en la estación de trenes muniquesa. El proceso fue rápido y tuvimos mucha suerte porque habíamos reservado un vehículo Volkswagen Golf o similar y nos acabaron dando un modelo superior, tipo ranchera, con asientos calefactados y GPS integrado. Una gozada.

 

Después de atravesar varias pequeñas localidades, cada vez con un estilo más alpino, comenzaron a aparecer en el horizonte las grandes montañas que hacen frontera entre Alemania y Austria y allí, a sus pies, una silueta blanca e inconfundible.

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Llegamos sin problemas a la aldea de Schwangau, dejamos el coche en el aparcamiento (de pago, pero no muy caro) donde obligan a detenerse a todos los vehículos y nos dirigimos a la taquilla para retirar las entradas con la hora confirmada sin tener que hacer ningún tipo de cola. La oficina está situada a los pies del Hohenschwangau, otro castillo también bonito pero con un estilo mucho más sobrio y con paredes de color tostado. No tiene pérdida, porque el pueblo es mínimo y todo está bien indicado.

Teníamos un poco de tiempo antes de nuestra hora de acceso al castillo y pudimos darnos un pequeño paseo entre las viviendas típicamente bávaras, tiendas para turistas y un lago precioso. Era mayo y las cumbres más altas, situadas al fondo, todavía conservaban nieve mientras que nosotros estábamos entre los bosques y con una temperatura primaveral excelente.

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Para subir al castillo se puede hacer andando (es un trayecto corto pero muy empinado), en coches de caballos o en autobuses que constantemente están haciendo el trayecto circular entre Neuschwanstein y el pueblo. Nosotros optamos por esto último y seguimos creyendo que es lo más recomendable, pero los conductores van como locos. Se saben cada metro de la carretera tan de memoria que lo hacen a toda pastilla y todavía recuerdo la cara que ponían en cada curva los japoneses que iban a nuestro lado.

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El autobús te deja a unos metros del edificio y para llegar a él hay que subir una última cuesta a pie. Pero antes de visitar la fortaleza, para poder apreciarla en todo su esplendor, hay que dirigirse hacia el puente colgante de Marienbrücke, desde el que se obtienen las mejores panorámicas.

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No es apto para quienes padezcan de vértigo, pues se trata de una estructura metálica apoyada en dos imponentes rocas. Aun así, incluso a los que se marean les merecerá la pena el esfuerzo. Permite estar en un lugar único en el mundo, donde no podían faltar los selfies compulsivos y los candados de parejas que allí se han pedido matrimonio. El puente domina no solo el castillo sino todo el valle que queda a sus espaldas. Una auténtica preciosidad.

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En Marienbrücke uno ya se queda embobado … ¡y ni siquiera se ha acercado a los muros! Para hacerlo hay que deshacer el sendero y llegar hasta la entrada y una pequeña explanada donde se organizan los accesos. A partir de ahí ya no se puede pasar sin ticket.

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Lo llaman el Castillo del Rey Loco en referencia a su promotor, el rey Luis II de Baviera, quien a finales del siglo XIX cuando las fortificaciones ya habían dejado de tener sentido desde el punto de vista militar decidió levantar una idealización de los castillos bávaros y llenarlo con una decoración profusa y referencias a las sagas germánicas. Hoy es el prototipo de un castillo romántico y fantasioso, dibujado con planos imposibles y milagrosamente trasladado a la realidad.

Neuschwanstein fue el sueño de Luis II que al final le trajo muchos quebraderos de cabeza, porque entre otras cosas su presupuesto se disparó y porque acabó siendo incapacitado y murió a los pocos días de salir de su palacio soñado. Le llamaban loco, pero no podía estarlo si consiguió dejar para la posteridad la chulada que hoy contemplamos.

Durante la Segunda Guerra Mundial fue utilizado por los nazis para ocultar obras de arte y oro. Por suerte, fue rendido a los aliados en 1945 sin sufrir daños.

Su interior es desconcertante. No se permite tomar fotografías, así que las imágenes que aquí figuran están obtenidas del folleto oficial, pero en ellas ya se aprecia una extraña y recargada mezcla de estilos en la que predominan los tonos dorados y la inspiración medieval, siempre según los gustos del rey.

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Las habitaciones y estancias son interesantes para intentar comprender quién era y cómo pensaba Luis II, pero lo que quita la respiración son las vistas desde las balconadas. El pueblo a sus pies, el castillo viejo, el lago, la cordillera al fondo… un lugar idílico en el que podemos imaginar al monarca bávaro disfrutando de su particular paraíso.

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Todo el recorrido lleva alrededor de un par de horas y en las localidades más cercanas, incluso en la propia aldea, es posible alojarse y si se dispone de tiempo suficiente visitar los demás castillos y pueblos de la zona, pero nosotros debíamos proseguir el camino y aún nos quedaban casi un par de horas hasta nuestro siguiente destino: Innsbruck, ya en Austria.

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Justo antes de cruzar la frontera, muy pocos kilómetros después de arrancar, paramos en una estación de servicio para comprar la viñeta que es imprescindible para circular por algunas carreteras austriacas. Es una pegatina que se pega en el parabrisas y que funciona como una tarifa plana (9 euros para un máximo de 10 días, según precios de 2018). La compras una vez y te olvidas. Se vende en los establecimientos de la zona, pero no os arriesguéis a circular sin ella porque nada más dejar atrás tierras alemanas comienza una sucesión de túneles y uno nunca sabe dónde van a estar los pórticos de lectura automática con los que comprueban los vehículos.

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Desde la frontera hasta Innsbruck no dejamos en ningún momento de atravesar paisajes preciosos enmarcados por el verde de las praderas y el gris rocoso de los Alpes, siempre nevados en sus cumbres más altas. Poco a poco se hacía de noche y llegamos a la capital del Tirol ya sin luz. ¡Su visita será objeto de una próxima entrega!

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2 comentarios en “Neuschwanstein, el castillo de cuento de un rey no tan loco

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